- Mi forma de verlo:
En psicología, podríamos definir la adaptación hedónica como la tendencia de los seres humanos a volver rápidamente a un nivel de felicidad relativamente estable a pesar de los grandes acontecimientos o cambios - tanto positivos como negativos - que nos suceden en la vida. Nuestro reflejo natural, después de una euforia o un desastre, a volver al punto de partida, a la neutralidad, a una especie de homeostasis de felicidad.
El problema es que con la tendencia obsesiva compulsiva contemporánea de buscar la felicidad y el estímulo constante en absolutamente todo nos estamos cargando esa capacidad hedónica de adaptación que también nos ha venido hasta ahora.
Cada vez necesito más felicidad para sentirme feliz, más estímulos para saciar esa sed que cada vez es más grande y además, paralelamente, tengo más rechazo al dolor, hasta el punto de no tolerar ni formas menores de incomodidad: "El problema es que al elevar nuestro ajuste neuronal con la reiteración de placeres, nos convertimos en personas que nunca pueden estar satisfechas con lo que tienen, siempre buscan más. Hacen falta más recompensas que antes para sentir placer y bastan heridas muy leves para experimentar dolor insoportable."
La psiquiatra Anna Lemke, te lo explica clarito en Dopamine Nation: con esa constante huida hacia adelante, estamos malcriando nuestros cerebros, despojándoles de su capacidad natural para adaptarse al medio, por no decir que nos hace escandalosamente más frágiles y vulnerables.
No se si se puede morir de sobredosis de dopamina pero seguro que se vive muy mal cuando estás adicto/a a ella.
- Recopilación:
Cerebros malcriados: cómo caemos en la infelicidad por intentar no caer en la infelicidad
Toda generación está marcada por la búsqueda de una vida mejor, de un trabajo más lucrativo, de un estándar de vida más alto, pero siempre con particularidades. Si ahora mismo están envejeciendo los que tuvieron el éxito como objetivo, en las nuevas generaciones la obsesión es encontrar la felicidad. Antes importaban los ascensos, el sueldo, una casa más grande, luego el reconocimiento, pero ahora parece que, en líneas generales, solo basta con estar feliz.
No hay más que comprobar la saturación de libros de autoayuda que hay en los estantes de las librerías. Volúmenes repetitivos que hablan de tener la felicidad al alcance, recomiendan maneras para ser más feliz o elecciones que pueden hacerte más feliz. No se trata solo de libros. El gimnasio también tiene la fórmula para que seas más feliz, o un taller, o un curso… hasta los bancos venden felicidad en lugar de dinero. Cada vez son más abundantes las empresas que ofrecen entornos de trabajo con futbolines y mesas de ping-pong, encuentros de happy friday y todo tipo de prestaciones para que el trabajo nos haga más feliz que sus condiciones.
Todos estos detalles demuestran que la búsqueda de la felicidad personal se ha convertido en una obligación, atrás quedó tener una buena vida. Incluso los actos de bondad hacia los demás hoy también se venden como estrategias para alcanzar la felicidad personal. Como una sociedad capitalista bien entrenada, se le ha puesto precio al altruismo.
Como explica Anna Lemke, autora de Dopamine Nation (Dutton, 2021), además de huir del dolor, ahora mismo hemos llegado a un punto de no tolerar ni formas menores de incomodidad. El anhelo de felicidad ha llegado a un punto que estamos buscando constantemente distraernos del presente, eludirlo con un entretenimiento continuo: «Todos huimos del dolor, algunos tomamos pastillas, otros navegamos por internet en el sofá mientras vemos Netflix, sin embargo, todo este intento de aislarlos del dolor parece haber empeorado nuestro dolor». Buscar la felicidad nos hace infelices.
En su ensayo, la autora analiza la necesidad contemporánea de placer continuo desde un punto de vista científico y encuentra que, si hay algo que para ella simboliza toda esta tendencia, ese es el smartphone: la aguja hipodérmica moderna que administra dopamina digital. Una herramienta que se ha integrado en nuestras vidas tan estrechamente que a mucha gente hasta le produce ansiedad separase unos metros del teléfono.
La dopamina es un neurotransmisor que tiene un papel fundamental en la motivación, pero, como explica la autora, está más relacionado con «querer» que con «gustar». Estudiada en ratas, se encontró que el chocolate aumentaba un 55 % la dopamina en el cerebro, el sexo un 100 %, la nicotina 150 % y la cocaína, un 225 %. En estas circunstancias, el reto que se le plantea a la población actualmente es cómo vivir en una sociedad en la que la tecnología te proporciona nada menos que todo. Es fácil inundar el cerebro de dopamina, pero en cuanto esta se esfuma, lo que ocurre es que nos sentimos infelices.
Según cita en su libro, el Informe Mundial de la Felicidad, que clasifica a 156 países según lo felices que son sus ciudadanos, las personas que viven en Estados Unidos contestaron a las encuestas de forma que quedó de manifiesto que eran menos felices en 2018 que en 2008. Otros países con una riqueza similar y mayor esperanza de vida, como Bélgica, Canadá, Dinamarca o Francia, también experimentaron un descenso similar. En otro estudio en el que se entrevistó a casi 150 000 personas de 26 países para monitorizar la prevalencia del trastorno de ansiedad generalizada, se descubrió que en los países ricos había más que en los pobres. En todo el mundo, el número de nuevos casos de depresión aumentó un 50 % entre 1990 y 2017.
La pregunta que cabe hacerse es por qué en una época de riqueza, libertad, progreso tecnológico y avances médicos sin precedentes, parecemos más infelices y sentimos más dolor que nunca. La conclusión de este ensayo es que la razón por la que somos tan miserables no es otra que porque intentamos con todas nuestras fuerzas no ser miserables. Solo sabemos querer, porque solo queremos más. La autora, Anna Lemke, es una psiquiatra estadounidense que imparte clases en la Universidad de Stanford, su tesis es que el dolor y el placer están estrechamente relacionados y en la sociedad actual se están confundiendo con demasiada frecuencia, pero no es difícil que suceda porque ambos se procesan en regiones cerebrales superpuestas.
Para explicarlo, recurre a casos extremos pero muy elocuentes. Cuenta la historia de un paciente suyo que estaba enganchado a la compra de productos on line. Decidir qué comprar, esperar la entrega y desenvolver el paquete constituía para él un proceso por el que alcanzaba verdadera euforia, pero no duraba mucho más allá del tiempo que tardaba en arrancar la etiqueta de Amazon y ver qué había dentro. Tenía habitaciones llenas de objetos inútiles y una deuda de miles de dólares. Como no podía mantener el ritmo de gasto, empezó a pedir productos cada vez más baratos, como llaveros y tazas. Al final, siguió pidiendo, pero en cuanto le llegaban los paquetes, los abría y los devolvía inmediatamente después.
Más extremo era el caso de un tal Jacob. Había aprendido de joven a fabricarse máquinas para masturbarse. La primera, conectando a un tocadiscos una barra de metal envuelta en un suave pañuelo. Así lograba masturbarse en las tres velocidades que tenía el reproductor. Se obsesionó con este tipo de máquinas y en internet llegó a convertirse en una estrella de los foros dedicados a esta afición, donde publicaba sus manuales. Sin embargo, no quería hacer lo que más le gustaba hacer. Desesperado, tiraba las máquinas a la basura, pero a las pocas horas las rescataba del contenedor y las volvía a montar. Un círculo vicioso incompatible con la gente que vivía con él: su familia, cristiana creyente y practicante.
Posiblemente, estas actuaciones sean excesivamente patológicas o excepcionales, pero otro caso arrojaba claves más aplicables al común de la población. Kevin, un chico de diecinueve años que acudió a su consulta obligado por sus padres. No quería ir al colegio, no quería hacer ningún tipo de trabajo y en casa se dedicaba a no hacer nada. La familia era aparentemente normal, no tenía ningún problema grave, pero sus padres estaban excesivamente preocupados con no «estresarle» ni «traumatizarle» pidiéndole que hiciera cosas que no quería hacer.
Con menor intensidad, este fenómeno está bastante extendido, explica la autora: «Percibir a los niños como psicológicamente frágiles es un concepto esencialmente moderno. En la antigüedad, los niños eran considerados adultos en miniatura completamente formados desde que habían nacido. Para la mayor parte de la civilización occidental, los críos eran considerados malvados por naturaleza. El trabajo de los padres y cuidadores era imponer una disciplina extrema para socializarlos para vivir en el mundo. Era completamente aceptable usar castigos corporales y atemorizarlos para hacer que se comportaran. Ahora no es así (…) Hoy, a muchos padres que veo les aterroriza hacer o decir algo que le pueda dejar a su hijo una cicatriz emocional o les cause, según creen, un sufrimiento emocional que pueda derivar en una enfermedad mental en el futuro».
A su juicio, esta es una creencia freudiana, pensar que el trauma en la primera infancia pueda influir en la psicopatología adulta. Es la convicción de que cualquier experiencia que constituya un desafío será carne de diván y psicoterapia. Hay infinidad de detalles que lo prueban en Estados Unidos, como cuando en la escuela se da el premio al mejor alumno de la semana, pero se hace por orden alfabético y no por ningún logro en particular. Una sobreprotección que se prolonga hasta la universidad, donde abundan los denominados espacios seguros, incluso se exige con antelación saber de qué se va a hablar en una conferencia por si algún matiz del tema pudiera herir la sensibilidad del alumno.
No hay que engañarse, la autora obviamente está de acuerdo con que hay que impedir toda brutalidad física y emocional en los patios de colegio, pero a lo que se refiere es a que los espacios seguros deberían ser en realidad lugares donde se pueda pensar libremente, aprender y discutir. Las burbujas en las que sea imposible recibir cualquier tipo de molestia promueven una infancia sobrehigienizada y sobrepatologizada.
Crecer en entornos así, que impidan el dolor por completo, lo único que consiguen es no preparar a los niños para el mundo que les espera. Se pregunta si no se es consciente de que al proteger a un hijo de cualquier adversidad, lo que se logra es que adquiera miedos invencibles. Reforzar una autoestima con falsos elogios y hacer que se desenvuelvan por la vida sin asumir las consecuencias de sus actos en el mundo real, sirve para que exijan ser siempre privilegiados e ignorantes de los defectos de su carácter, sentencia. Ceder a todos sus deseos ha llevado el hedonismo a una nueva era, la necesidad incesante de placer cuando se es adulto.
En realidad, el placer es vital. Es imprescindible en el ser humano para reproducirse o alimentarse. A la vez, sin dolor, no nos protegeríamos de posibles lesiones o de la propia muerte. El problema es que al elevar nuestro ajuste neuronal con la reiteración de placeres, nos convertimos en personas que nunca pueden estar satisfechas con lo que tienen, siempre buscan más. Hacen falta más recompensas que antes para sentir placer y bastan heridas muy leves para experimentar dolor insoportable.
A escala global, hasta la medicina habla de eliminar el dolor. Un cambio de paradigma que se ha traducido en la prescripción masiva de analgésicos, con el episodio abominable de la epidemia de opiáceos desencadenada por empresas farmacéuticas en Estados Unidos. En 2012, se recetaron tantos como para que cada estadounidense tuviera un frasco de pastillas en el cajón. Las sobredosis de opioides llegaron a matar más que las armas o los accidentes automovilísticos. Sin embargo, el problema contemporáneo no se trata desgraciadamente de algo tan tosco como prescribir opiáceos contra el dolor de muelas. Uno de cada diez estadounidenses toma medicación psiquiátrica diaria. Eso es más grave, aunque sea menos visible. El consumo de Paxil, Prozac o Celexa está aumentando en todos los países del mundo. Detrás de EE.UU., siguen Islandia, Australia, Canadá, Dinamarca, Suecia y Portugal. En Alemania hubo un ascenso del 46 % en cuatro años y en España, del 20 % durante el mismo periodo. Incluso en China, donde no hay datos de prescripción disponibles, se estima que las tendencias van también en aumento por el crecimiento de la facturación.
Cuando es la propia rutina o el día a día lo que nos conduce a la ansiedad, la solución que ofrece la sociedad actual es medicarnos. Por el contrario, Lemke propone una alternativa estudiada científicamente: ayunos de dopamina. Para restablecer un balance adecuado de dolor-placer haría falta uno de un mes. Esta psiquiatra, por la experiencia con sus pacientes, durante los periodos de abstinencia recomienda practicar mindfulness, dedicar atención plena y exclusiva a una sola cosa: «Muchos de nosotros usamos sustancias y tenemos comportamientos que implican altos contenidos de dopamina con el fin de distraernos de nuestros propios pensamientos. Cuando dejamos de usar dopamina para escapar, esos pensamientos, emociones y sensaciones dolorosas se derrumban sobre nosotros. El truco es dejar de huir de las emociones dolorosas y permitirnos tolerarlas». Consejos que antes eran típicos para drogodependientes, ahora son válidos para el grueso de la población.
Hay que partir de la base de que el uso compulsivo que hacemos de esas fuentes de dopamina se han acabado convirtiendo en la principal razón de ser de nuestras vidas. El propio acto de consumir se ha convertido en una droga. Si los padres no enseñan a sus hijos a no convertirse en adictos a la dopamina les están privando de herramientas para que puedan lidiar con estas situaciones en el futuro. En lugar de protegidos, lo que estarán es indefensos ante cualquier conflicto o situación dolorosa. Si no se aprende a colocar las barreras cuando sea necesario, imponérselas a uno mismo para separarnos de eso que consumimos compulsivamente, se repetirá el círculo vicioso. Debemos crear nuestras propias leyes y depender de ellas más que de las externas.
De hecho, si de lo que se trata es de la búsqueda del placer, no hay mejor camino que el dolor. Biológicamente hablando, el placer es una respuesta natural fisiológica al dolor. Con una exposición intermitente al dolor, es más fácil sentir placer e incluso llegar a ser menos vulnerable al dolor. Se trata de la adaptación hedónica, un reflejo de los seres humanos que les lleva a regresar a un estado medio de felicidad sean cuales sean las adversidades que afronten. Tanto si se recibe una alegría como si se sufre un contratiempo, hay una respuesta adaptativa por la que, al cabo de un tiempo, se vuelve a encontrar un estado anímico medio. Gracias a ella se siguen teniendo alicientes y se pueden superar las desgracias. Todo varía según la persona y las circunstancias, pero es así como funciona, concluye. Por eso, no es ninguna novedad que todo placer se convierte en esclavitud si se vuelve rutinario.
- Fuente:
- Jotdown, por Jelena Arsić,
Cerebros malcriados: cómo caemos en la infelicidad por intentar no caer en la infelicidad
- Jotdown, por Jelena Arsić,